El infierno penitenciario de El Salvador que Bukele ofrece ahora a Trump: «Quiere que la gente se muera en la cárcel»

Al otro lado del teléfono, desde algún lugar de El Salvador, Javier* se aclara la garganta y toma aire. «Voy a tratar de resumir», comienza. «La comida era siempre frijoles y arroz o macarrones, no más de cuatro onzas (unos 100 gramos). Te dan un minuto, dos como mucho. Hay que tragárselo porque al último en entregar el tupper, le dan una garroteada tremenda». Hace una pausa. «Y el hacinamiento… En apenas 60 m², éramos 240 o 250. La gente no podía ni acostarse, todos encogidos, no cabía ni un alfiler. Dormir era terrible, también bañarse. Y con un único váter en la celda, solo defecar era ya una tortura».
Por RTVE
Javier es un nombre ficticio. «Me gustaría que se usara el mío, pero aquí a la gente la buscan y la meten presa», lamenta este maestro salvadoreño de 64 años que dedicó cuatro décadas a la docencia y que describe ahora las condiciones en las que vivió durante los siete meses que pasó en la cárcel de Ilopango, en San Salvador. No tenía antecedentes, ni había pruebas contra él, pero lo vincularon con las maras y con un asesinato. Es una de las víctimas de un estado de excepción que tras tres años de vigencia —se decretó por primera vez el 27 de marzo de 2022— se ha convertido en norma.
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, se vanagloria de haber acabado con la violencia en su país gracias a su mano dura contra las pandillas y presume de un cruel sistema penitenciario que ahora exporta al exterior. Se ha ganado el favor de Donald Trump —y unos cuantos millones de dólares— al ofrecerse a acoger a más de 200 presos venezolanos deportados de EE.UU., que ya han sido encarcelados en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), su conocida megacárcel símbolo de la lucha contra las maras con capacidad para 40.000 reclusos.
«EE.UU. ya no es un refugio para criminales», aseveró desde esa prisión la secretaria de Seguridad Nacional estadounidense, Kristin Noem, que hizo una visita a la prisión el pasado jueves.
Bukele busca con este pacto «obtener el beneplácito de Trump y su gobierno», afirma la politóloga salvadoreña Karen Estrada. Entre otras cuestiones, el acuerdo «estaría legitimando las prácticas arbitrarias» del Gobierno, ya que Washington «se está valiendo de ellas al utilizar un sistema penitenciario que ha sido señalado de violaciones de derechos humanos y falta de debido proceso». Además, añade, ayuda a «silenciar posibles pistas de los pactos del Gobierno» de Bukele con las pandillas, desveladas por investigaciones de medios como El Faro y denunciadas por distintas organizaciones.
Miles de detenidos sin antecedentes, ni pruebas
Mientras tanto, las detenciones arbitrarias continúan y los reclusos, muchos inocentes, llenan las cárceles de un país que ya tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo, con más de 1.600 presos por cada 100.000 habitantes, tal y como recoge el portal Statista. Entre marzo de 2022 y el pasado febrero ha habido cerca de 7.000 víctimas de violaciones de derechos humanos, principalmente de arrestos de este tipo, según datos recopilados por siete organizaciones.
Al hijo de Félix López lo detuvieron hace apenas dos meses en la colonia de Apopa, donde residía junto a sus padres, en una zona que en el pasado había sido «asediada» por las pandillas. Lo arrestaron cuando volvía del trabajo y lo encarcelaron en el penal de Izalco, uno de los más conocidos por la dureza de las condiciones en las que viven los convictos.
«Me avisaron y fui corriendo donde estaban. Eran soldados, les pregunté por qué se lo querían llevar y llamé corriendo a mi hija para que trajera su certificado de antecedentes penales. «‘Está limpio’, les dije, y se lo enseñé», relata Félix, que tenía preparado este documento por si ese día llegaba. «Veía que se llevaban a los jóvenes y no regresaban. Pensé que serviría como medio para probar su inocencia […] ‘Solo vamos a hacer verificaciones’, dijeron, pero llevamos desde ese 5 de febrero sin saber de él», lamenta.
Camila* (nombre ficticio) espera el regreso de su hija de 22 años desde el pasado septiembre. «Han pasado seis meses. No la puedo ver y no sé si está bien. Como madre duele mucho», afirma esta mujer, que no puede contener las lágrimas cuando recuerda a su «niña». Cada quince días, coge cuatro autobuses diferentes para recorrer unos 50 kilómetros desde Quezaltepeque hasta la prisión de Santa Ana y prepara con esmero una caja con los pocos productos que le puede llevar a la cárcel.
«Pasta de dientes, desodorante, un peine, calcetines. Leche, incaparina —complemento alimenticio a base de harinas—, avena, pan de caja (de molde) […] No me gustaría que comiera pan duro o comida en mal estado», dice al enumerar lo poco que puede hacer para cuidar a su hija desde la distancia. «Ella nunca ha estado en líos. La detuvieron en 2017 durante unas horas por error y pienso que todo viene de ahí. Poco antes de que la trasladaran a la prisión, en el calabozo, le pregunté y me juró que no andaba en nada».
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